Sierra Nevada

La Gran Leyenda De ‘El Largo’

Don Eduardo Yebra Romero, conocido por todos como El Largo, fue un verdadero emblema de la Alpujarra. Conocerlo era beber de una fuente inagotable de sabiduría, cortesía, buenos modales y bondad, todo ello aderezado con un toque de genialidad que lo hacía inolvidable. Nadie que se cruzara con Eduardo quedaba indiferente, y esta carta está escrita especialmente para quienes no tuvieron el privilegio de conocerlo.

Eduardo creció en un hogar humilde, guiado por una matriarca extraordinaria: una mujer alta, elegante y de carácter intachable. Su educación lo marcó profundamente; sus consejos lo acompañaron toda la vida, sirviéndole de guía y de modelo al que siempre aspiró. Su padre era un conocido tratante de ganado en la región, y de él aprendió el oficio que se convertiría tanto en su profesión como en su forma de vida, a la que se entregó con la misma pasión que inteligencia.

Comenzó a aprender este oficio siendo apenas un niño. Asistió poco tiempo a la escuela, pero a cambio recibió una educación extraordinaria de la propia vida. Tan despierto era que, con solo doce años, cerró su primer trato sin ayuda, superando al tratante más veterano y curtido de la zona, un hombre famoso por lo difícil que era negociar con él. Eduardo contaba esta historia con orgullo, pues marcó el inicio de un camino que lo definiría para siempre.

Eduardo y sus hermanos compartían un físico inconfundible, un sello familiar: altos, delgados, de rasgos afilados, reflejo del linaje fuerte del que provenían.

Don Eduardo Yebra Romero
Fiesta en el pueblo con Eduardo (a la derecha)

Antes de hablar de los refinados modales de Eduardo, debo destacar un rasgo que lo definía: El Largo jamás daba la espalda a nadie mientras hablaba. Siempre fue educado y cortés. Su saludo era inconfundible y atemporal: se quitaba el sombrero como un auténtico caballero, inclinando ligeramente la cabeza. Su mirada era firme y sincera, siempre buscando los ojos de su interlocutor. Su apretón de manos era fuerte y tenía más valor que cualquier firma ante notario; cuando El Largo estrechaba tu mano, el trato quedaba cerrado, y punto.

Era, en todos los sentidos, un caballero de otra época. En él convivía una mezcla sorprendente de cualidades: por un lado, una educación cuidada, casi aristocrática; por otro, podía ser directo y áspero. Cuidaba sus rosas con delicadeza extrema, pero descuidaba su propia salud, adentrándose en la Sierra con neumonía y fiebre de 40º. No podía resistirse a los cigarrillos ni vigilaba su dieta. Adoraba los caballos exquisitos, animales de gran belleza y alto valor, y sin embargo no tenía ningún problema en sentarse cada día en un viejo sofá destrozado.

Estos contrastes hicieron de Eduardo un hombre único e inolvidable. Intentar cambiarlo era inútil; fue fiel a su naturaleza y, como dice el refrán, fue “genio y figura hasta la sepultura”. Nadie logró jamás doblegar el carácter de El Largo.

Era apasionado y defendía con fiereza su honor, su familia, sus creencias y su forma de vida. Esa misma intensidad a veces le acarreó problemas, pero nada ni nadie pudo quebrarlo… salvo la enfermedad. Cuando enfermó, Eduardo dejó de sentirse él mismo. Ya no podía exigirle a su cuerpo lo que antes, y aunque rara vez lo decía en voz alta, la tristeza se reflejaba en su mirada, en cierta melancolía, en el apagarse de una seguridad que antes parecía inquebrantable.

Aun así, afrontó sus miedos y decidió someterse a un trasplante a vida o muerte. Fiel a su carácter, El Largo encaró el desafío de frente. Al final no ganó la batalla, pero nadie podrá decir jamás que no luchó con todas sus fuerzas.

Eduardo sobre su mula
Antonio, Eduardo padre, Eduardo hijo

Su apodo, El Largo, venía de su imponente estatura: alto y delgado como un espárrago joven. También se le reconocía fácilmente por su barba, como se aprecia en las fotos, por su pelo algo largo, sus pantalones de pana o vaqueros, su camisa y, a menudo, un chaleco que completaba su atuendo. En definitiva, tenía el porte de un caballero de otro tiempo.

Pero para comprender de verdad cómo era Eduardo, hay algo que las fotos no pueden captar: su voz. Era profunda y resonante, una voz que se proyectaba a grandes distancias. Sus animales la conocían bien, y ¡ay del animal que ignorara una de sus órdenes! —ja, ja, ja—. Podía resultar imponente, sobre todo cuando se enfadaba, pero, como la espuma de la cerveza, subía rápido y se calmaba igual de rápido.

Bajo ese exterior fuerte, Eduardo era pura bondad: un corazón blando envuelto en el carácter y el temperamento propios de los verdaderos genios. Al fin y al cabo, no hay ninguna gran figura de la historia que no haya tenido un carácter poderoso.

Eduardo trabajando en el jardín
Con su rosas

Fue un hombre de pasiones sencillas y auténticas: la naturaleza, los animales, sus rosas… y, por encima de todo, su familia. Podía quejarse sin parar de sus hijos, de su mujer o de sus hermanos, pero jamás permitiría que nadie dijera una sola palabra contra ellos. Su mayor pasión, sin duda, fue su esposa Carmen, a quien llamaba cariñosamente “la Cabreras”. Se conocieron siendo casi niños y pronto formaron una gran familia de cinco hijos, permaneciendo inseparables toda la vida.

Carmen es una mujer rubia, de ojos verdes y gran belleza, pero más allá de su aspecto, es una persona extraordinaria. Vivir junto a Eduardo no siempre fue fácil; su presencia y su carácter eran enormes. Sin embargo, Carmen siempre supo navegar sus tormentas. Aquí el dicho se cumple a la perfección: detrás de un gran hombre hay una gran mujer, y viceversa.

Aunque la familia, como cualquier otra, atravesó momentos difíciles, el vínculo siempre prevaleció. Carmen fue las manos y los pies de Eduardo; él conquistó el mundo porque ella estaba a su lado. Le dio la fuerza y la determinación para superar cualquier obstáculo, y nadie entendió a El Largo como ella.

Carmen es incansable, una mujer que lo da todo por su familia y que nunca pierde la sonrisa. Rodeada toda su vida de hombres de carácter fuerte, siempre ha sido el pegamento que mantiene unida a toda la familia.

Don Eduardo Yebra Romero and Carmen Cabrera Castillo
Con su ovejas

Si miramos atrás, a sus comienzos, queda claro que desde niño Eduardo recorrió casi todos los pueblos de la comarca con su ganado, vendiendo animales a los vecinos, a veces a caballo y otras a pie. Cruzó gran parte de la Alpujarra, primero junto a su padre y después, siendo aún muy joven, completamente solo. Era, en toda regla, un tratante de ganado con mayúsculas.

Eduardo era despierto por naturaleza, pero el mundo de la compra y venta de animales despertó en él un instinto y una inteligencia excepcionales. La mayor parte del tiempo logró vivir con holgura, aunque hubo épocas más duras. Aun así, nunca se rindió; siempre encontraba una solución. En casa nunca faltó comida: quizá menos lujos, pero jamás verdadera necesidad.

Hubo días en los que tuvo que dormir al raso, en una plaza de pueblo o en plena montaña. Lo hacía con fiebre, con dolor de estómago o con cualquier dolencia que tuviera. Nada lo apartaba de sus obligaciones. Cuando cuento estas historias, parece que hablo de un hombre de siglos atrás. Sin embargo, esta vida de sacrificio —viajando a caballo o a pie de pueblo en pueblo— fue la que Eduardo vivió en los años 60 y 70.

Para muchos, El Largo fue el último de los tratantes de la vieja escuela en la Alpujarra. Con él se fue un oficio, una forma de ver el mundo y un modo de vida. Por eso Eduardo Yebra fue realmente especial, único. Su estilo de vida ya no existe; desapareció con su generación.

De ahí el título: “La gran leyenda de El Largo”.

Con el tiempo, Eduardo se estableció en Laroles, el pueblo de su querida Carmen, y como cabeza de familia se dedicó más intensamente al pastoreo en la Sierra de Laroles. Pero nunca abandonó su ganado en libertad ni dejó de recorrer pueblos lejanos para hacer tratos.

De entre sus hijos, fue Antonio quien siguió más de cerca sus pasos, heredando su amor por el ganado y la vida en el campo. Aun así, cada uno de los hijos de Eduardo lleva algo de él: unos su carácter, otros su presencia física, su corazón generoso o su capacidad de trabajo y sacrificio.

Y aquí queremos centrarnos en Antonio, el corazón de Equi-Libre Sierra Nevada. Hoy mantiene ganado en libertad en Sierra Nevada y cuida de los caballos y mulas que hacen posibles sus rutas, rutas que ama profundamente. En muchos sentidos, Antonio es el guardián del legado de Eduardo, quien mantiene viva la vida que tanto amó su padre.

Eduardo llegó a ver nacer este proyecto ecuestre que tanta alegría da a Antonio. Por eso, Equi-Libre Sierra Nevada es mucho más que un negocio para él: es un sueño cumplido. Y lo que lo hace aún más especial es que su padre viviera lo suficiente para ver ese sueño hecho realidad.

Antonio
Eduardo con su nieta mayor, Lorena

Cuando realizas una ruta con Equi-Libre Sierra Nevada, no solo exploras los impresionantes paisajes de la Sierra y la Alpujarra: viajas en el tiempo, siguiendo las formas tradicionales que Eduardo enseñó a sus hijos. Es mucho más que una ruta turística; es un viaje al pasado vivido en el presente, una conexión con la naturaleza y contigo mismo.

Es imposible plasmar en unas pocas líneas todo lo que fue Don Eduardo Yebra Romero. Su vida estuvo llena de anécdotas, enseñanzas y sabiduría. Con esta carta espero, al menos, ofrecer a quien la lea una pequeña ventana a su carácter, a su corazón y a su espíritu como hombre de campo profundamente unido a la tierra. En definitiva, Eduardo fue un gran hombre, fiel a su palabra y comprometido con hacer las cosas bien.

Eduardo nos dejó en el verano de 2021. Su entierro fue casi un acontecimiento de Estado; cientos de personas acompañaron su féretro y el dolor de todo un pueblo se respiraba en el ambiente. Fue conmovedor ver a su familia al frente, serena y digna, pero con una pena profunda. Aunque su muerte llegó demasiado pronto, Eduardo ya había vivido intensamente, saboreando la vida en pequeños y valiosos momentos. No le quedaron sueños pendientes y abrazó las alegrías sencillas, que —como él siempre decía— son el secreto de la felicidad. Para todos los que lo conocimos, fue un gran maestro de vida. Conocer a Eduardo era quererlo y admirarlo.

Seguro que ahora vela por su familia desde el cielo, montado en un caballo blanco, con una sonrisa en el rostro y, quizá, aún regañándolos lo justo para mantenerlos en el buen camino.

Hasta siempre, Eduardo Yebra Romero — “El Largo”.

¡Ven a mi mundo!

Descubre mis animales en su hábitat natural y disfruta de la belleza única de Andalucía.